En torno al cannabis legal se calcula un negocio mundial de 50.000 millones de euros. Canadá ya ha tomado la delantera. Mientras, España mantiene la prohibición. Pero todos los implicados tienen un ojo puesto en el día después.
UNO SE HABÍA fumado algún porro. Como Bill Clinton. Incluso se había tragado el humo. Como Barack Obama (y otros cuatro millones de personas en España). Pero no sabía nada del cannabis. Que se cultiva hace más de 4.000 años. Crece en todo el planeta. Se usó en medicina hasta bien entrado el siglo XX. La Convención Única sobre Estupefacientes de la ONU (la biblia de la prohibición de drogas) lo situó en 1961 en el mismo nivel de peligrosidad que la heroína. Y se compone de un centenar de sustancias, los cannabinoides, la mayoría inexplorados por la ciencia. Décadas de estigmatización de esta planta han hecho que apenas se haya estudiado químicamente, al contrario que los opioides, cuyo uso medicinal se ha disparado en Estados Unidos, originando una cadena de adicciones, una epidemia (y una burbuja farmacéutica) que provoca 60.000 muertos al año. Más que la guerra de Vietnam.
Hoy, paradójicamente, algunos de los equipos más punteros del estudio del cannabis en el mundo se encuentran en España, donde, por contra, su uso medicinal y lúdico está prohibido. Y ni el Gobierno saliente ni los anteriores han dado nunca la menor muestra de pretender regularlo. Jamás ha habido una masa crítica de presión política. Ni movilizaciones en la calle. Ni consenso social. Ni liderazgo. Una subcomisión parlamentaria propiciada por Ciudadanos y Podemos para promover su regulación ha agonizado en el Congreso antes de nacer. Y mientras, las cosas han comenzado a moverse a nivel mundial. La marihuana está saliendo del armario.
Sigue siendo una desconocida. Apenas desde los sesenta (gracias al químico israelí Raphael Mechoulam) sabemos que en su estructura dominan dos principios activos: el THC (responsable del colocón) y el CBD (que no es psicoactivo, no sube, pero atesora multitud de aplicaciones terapéuticas). “El equilibrio entre ambos es clave para el bienestar del consumidor. Por ejemplo, para no padecer brotes psicóticos, que pueden ser el mayor peligro de esta planta, que, sin embargo, no mata por sobredosis, como la morfina”, explica Manuel Guzmán, catedrático de Bioquímica en la Universidad Complutense de Madrid y un número uno global del cannabis. “Cuando lo consumes, es importante saber qué estás tomando, de qué variedad, en qué cantidad y conocer su trazabilidad. Y qué efectos secundarios e interacciones tiene. Y eso se logra con una regulación estricta; con un producto estándar, seguro, controlado y bien envasado y etiquetado. Y de calidad farmacéutica. En España existe un mercado normalizado en torno al cannabis. Pero está desregulado porque es ilegal. Es la ley más infringida de nuestro país. Y eso es muy peligroso para el que lo adquiere en el mercado negro. Y no sabe lo que toma. Yo hablo, por ejemplo, de los pacientes. De 120.000 personas en España con esclerosis múltiple, epilepsia, cáncer o dolor crónico que se lo autoadministran. Y de los miles que aspiran a hacerlo. Necesitan lo mejor. Y se les está negando. Pero se les recetan opioides. Que matan”.
Lo que tampoco conocía este periodista es que en torno a la imparable legalización de su uso medicinal y recreativo (principalmente en Canadá y Estados Unidos, pero con un creciente uso terapéutico en la UE, desde Italia a Portugal y Alemania) ha surgido un suculento negocio global que prevé mover en 2025 unos 50.000 millones de euros en todo el mundo. Y 5.000 millones en España. Alrededor de ese cuerno de la abundancia se está creando una industria que en cinco años ha pasado de la ilegalidad y las rastas a cotizar en Bolsa con capitalizaciones superiores a las de muchos valores del Ibex 35. Y donde las grandes corporaciones de la distribución, alimentación, bebidas, tabaco, fármacos, software, biotecnología y fertilizantes, desde Coca-Cola hasta Philip Morris o Pernod, están tomando posiciones.
Nadie se quiere perder la fiebre del oro verde. Ya no hablamos de camellos trapicheando maría casera o chocolate culero, sino de un nuevo sector económico, entre la industria médica, la del ocio y la del bienestar, que ya cuenta con 75 millones de consumidores legales (la ONU calcula el número de consumidores habituales en algo más de 200 millones) y empieza a disponer de genetistas, químicos, logísticos, contables, abogados, comunicadores, lobbies y fondos de inversión. Olvídense de los fumetas; desembarcan las corbatas.
Puro business. Todo está por hacer. Para empezar, satisfacer la demanda. El punto más débil del nuevo negocio. Al igual que la carencia de equipos de gestión. Y de profesionales con habilidades en cada escalón del proceso, agrícola, industrial y comercial. Las proyecciones de beneficio asimilan los ingresos del negocio de la marihuana cuando alcance su madurez al de la industria cervecera. Los financieros dicen que es la mayor disrupción en el mercado desde el nacimiento de Amazon.
En el redescubrimiento científico de esta planta, el cambio de percepción de la sociedad hacia su uso y su boom económico, ha sido clave la autorización hace tan solo cinco meses de su consumo en Canadá. Es el primer Estado en regularlo en su conjunto (medicinal y recreacionalmente) tras Uruguay (que lo hizo en 2013). Con una diferencia: Canadá, icono de progresismo y modernidad, tiene uno de los mayores PIB del mundo, forma parte del G 8, cuenta con una población de 37 millones de habitantes (de los que 5 millones consumen cannabis) y una cifra de negocio en torno a la marihuana que ya supera los 6.000 millones de euros. Su modelo de regulación es más liberal, más enfocado al negocio y la captación de impuestos (que representan la mitad de la facturación) que el estatista uruguayo. El modelo capitalista también domina en EE UU, donde en 33 Estados ya es legal su uso medicinal, y en 10, además de en Washington DC, el lúdico (también denominado adulto). Hoy, el cannabis emplea a 160.000 personas en EE UU.
Canadá no ha perdido el tiempo. Siguiendo el modelo de Noruega en el sector del petróleo. Ya no se trata de bombear crudo o cultivar millones de plantas, sino de crear una industria. “Tener el conocimiento y las patentes (ya hay más de 600 en este negocio)”, como afirma Eduardo Muñoz, catedrático de Inmunología y fundador de VivaCell, una pequeña empresa cordobesa de biotecnología que investiga las capacidades farmacológicas del cannabis en dolencias neurodegenerativas. Esta compañía ha sido adquirida por Emerald, una multinacional canadiense de la marihuana.
Canadá se ha hecho con el control del negocio. Ha alumbrado en un lustro una veintena de corporaciones con una estructura vertical que cubre todo el proceso del negocio del cannabis, desde el científico hasta el agrícola, industrial y logístico: desde el cultivo hasta la recogida, extracción, purificación, manufactura en las distintas presentaciones (flores secas, aceites y cápsulas de gel) y su distribución a través de los dispensarios, farmacias, clubes o páginas web (también de su propiedad).
Todo en manos de un puñado de multinacionales. Nuevos oligopolios. Que crean nuevas variedades botánicas rigurosamente registradas (y que son víctimas incluso del espionaje industrial), adquieren y promueven cultivos desde Colombia hasta Malta y Grecia, y desde Siria hasta Portugal, Andalucía o Murcia (sin olvidar China, con plantaciones del tamaño de 10.000 campos de fútbol), y engrasan su maquinaria para el día en que se legalice el consumo recreacional en todo el mundo y no solo el medicinal (que únicamente representa un tercio de los ingresos).